Un día se instala el miedo y corroe cada pensamiento. De alguna manera hay que sobrevivir sufriendo y funcionando al mismo tiempo. Nadar oceanos de incertidumbre hacia el apauso y la aceptación.
Me obsesioné con la razón y la verdad. Creí lo que me dijeron un par de confundidos persiguiendo sus propios fantasmas de libertad y felicidad. Cerré las puertas e invité a casa al miedo vestido de arrogancia. Una ilusión que es roca, que separa y duele al mirar a los demás a través de la ventana, lejos de mi naturaleza.
Me perdí de tanto ver afuera. Cansada de no tener ni puta idea, de no saber, caí de rodillas ante la incertidumbre y ahí me quedé un rato hasta conocer mi humildad. Vi entonces verdades cayendo a pedazos al observarlas y considerar que podrían no ser ciertas, revelando la belleza de mi vulnerabilidad, hasta admitir que no necesito nada que no esté ahora mismo a mi alcance.
Dejé de negar mi belleza y mi realidad. Dejé de pealear con Dios y que me quemara ese fuego. Perder. Soltarse. Aceptar. No tener razón. Me doy cuenta de quién soy sin aquello que aprendí a creer acerca de mí. Me quito la ropa ajustada del debería, de una identidad, una nacionalidad, un género, un título. Me doy cuenta de que estoy conmigo sin esfuerzo. Una verdad manifestándose siempre y no podré esconderme ni pretender, ni resistirme. Reconocer que el amor ya está dado.
Así, cambiar ilusión por confianza y respetar la realidad. Podría no estar viva y tampoco pasa nada. Todo, absolutamente, sigue sucediendo.
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