Mis aspiraciones son seguramente las mismas
de millones de individuos (con tanto miedo y tan ciegos como yo). Las mismas palabras, las mismas preguntas
equivocadas, los mismos cuentos de libertad. Buscando como imbéciles del otro
lado del aparador y con la llave colgada en el cuello todo el tempo. Todos
pagando la cuota por algo que no vamos a obtener jamás, no mientras la búsqueda
sea en los mismos lugares.
Me formé entonces en la fila de la
insatisfacción y la infelicidad, vi pasar los más bellos atardeceres estando de
pie y enojada. Me asumí parte del ejército de los resentidos, haciendo del
enojo arma, escudo y disfraz. Con la
inocencia y belleza de un niño que cree no ser visto al taparse el rostro con
las manos pequeñitas, creí que enojada no se notaba el miedo, el mismo miedo que
ardía en todos los de la fila, aunque hubiesen llegado antes. Una necesidad de
pertencer a lo que sea, al sitio equvicado, a la persona ocupada, al lugar
donde no cabe ya nada más.
Tropezando con mis decisiones, la única
certeza que se me ha manifestado una y otra vez, es la de la impermanencia. La
historia me ha reventado realidades en la cara, en el corazón y en el estómago,
dejando el dolor y la realidad irrefutable de que nada me ha pertenecido nunca.
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